miércoles, 6 de enero de 2010

HISTORIAS EN LA NIEBLA

HISTORIAS EN LA NIEBLA

CASA OLVERA .ZARAGOZA, PUEBLA 1910
No he querido pasar por alto las leyendas que hay en mi pueblo. Mi terruño es ya de por si un lugar mágico donde han surgido interesantes historias, si las tomamos estrictamente de la realidad es seguro que a algunos alegre y a otros enfade.

Así es que para no herir susceptibilidades nada mejor- por ahora- que hablar de la imaginación de sus habitantes, de esa fuente donde manan seres, compañeros errantes de la noche; que sin más ni más aparecen con la niebla o en las noches de llovizna pertinaz tan comunes en Zaragoza.

Debo decir en honor a la verdad que muchas de esas cosas ya se han ido perdiendo quizá con el surgimiento de la luz eléctrica, con la popularidad de la televisión y hasta el desdén de muchos de nosotros; pero antes, cuando la gente se alumbraba con candiles y velas, y en lugar de ver una telenovela la gente se platicaba historias, todo era más emocionante. A mí todavía me tocó un poco de todo eso, por eso he querido hablar del imaginario de mi pueblo para continuar con la tradición de las leyendas y exhortar a las futuras generaciones a que lo sigan haciendo.

Para empezar quiero hablarles de algunos espantos que sufrían nuestros mayores a altas horas de la noche. Se cuenta que de allá por el camino que va de “Los Chorritos” a Zaragoza, todas las noches bañadas de niebla se escuchaba como venía rodando una carreta. Desde luego no venía sola pues era tirada por un par de caballos cuyos cascos se escuchaban con toda claridad a lo largo y ancho de la noche.

Los vecinos del pueblo que osaron ver aquello, tuvieron una experiencia non grata; cuando se asomaban por sus ventanas veían que sobre la carreta una sombra delgada golpeaba con un látigo los lomos afilados y las crines de las bestias que tiraban de la carreta; solo que cuando el látigo hacia contacto con las crines, estas sacaban chispas y se podía ver como se convertían en fuego que se prendía y se apagaba con cada latigazo.


A algunos no les causaba extrañeza escuchar la carreta en tiempos en que no había automóviles, pues para la mayoría era uno de los medios para transportar sus forrajes y sus cosechas. Incluso en los primeros años del siglo XX, la carreta era el taxi que llevaba y traía a los pasajeros de la Villa de Tlatlauqui que viajaban en el ferrocarril, ya que hasta allá no llegaban las locomotoras.

Ya en años más recientes el ruido de la carreta o carretón como algunos lo llaman, comenzó a causar extrañeza no nadamás por las crines incendiadas de los caballos sino también por que muchos aseguraban que se internaba al pueblo por allá por las instalaciones del Seguro Social, iba avanzando por la calle 6 poniente hasta llegar a la Plaza de Toros “San Pedro de los Pinos” donde se desvanecía en el aire.

Dicen que aquella carreta algo tenía que ver con los indigentes que amanecían sin vida en las calles petrificados por el frío, y que tal vez aquel misterioso carretero se llevaba las almas de esos pobres hombres.

Lo peor de todo es que quienes llegaron a ver aquello quedaron horrorizados; pues tanto el carretero como los caballos no eran cosa nada normal ni buena, eran solo esqueletos que por las narices resoplaban niebla.



ESTACION ZARAGOZA







TAMBIÉN LOS MUERTOS LLEVAN SERENATA
Por Guillermo Martínez Rodríguez

Leyenda publicada en el libro La Salvación del Condenado




Seguramente alguna vez ha escuchado esos sucesos escalofriantes que van de boca en boca, en los pasillos de escuelas y hospitales, en cualquier autobús e incluso ahora, en algún sitio de Internet de cualquier ciber café. A mí en lo personal me llaman la atención esas historias, será tal vez porque al escucharlas se me enchina la piel como cuando era niño, me sobresalto ante el menor ruido y viaja mi mente a lugares ignotos.

De tal forma que una de las cosas que más me agradan es saborear una deliciosa taza de café, mientras remojo como si fuese un pan una rica historia de miedo.

Mientras saboreo una de esas leyendas poblanas, mi espíritu recorre el telón de la magia de los siglos, vuelvo a maravillarme con la belleza arquitectónica de Puebla, ciudad majestuosa nuestra y de toda la humanidad; me interno en sus callejones, plazas y templos y entro al pasado para salir a una calle concurrida donde abundan artistas callejeros y pregoneros.

Voy tratando de descubrir las historias que duermen en las viejas casonas o en los conventos derruidos por el tiempo. Entonces puedo leer los labios de la China Poblana refrescados por la lluvia nocturnal; me parece mirar a ángeles perezosos sacudirse las alas, mientras de los borbollones de agua de una fuente, brotan duendes montados en bicicletas multicolores, que empiezan a perseguir a niños que no hacen la tarea.

Salen, de pórticos oscuros y apolillados, de vitrales rotos por el olvido, al igual que de la boca de un sastre de vecindad o de un aseador de calzado, seres fantásticos que vienen a poblar la noche, a deambular por las calles buscando un trasnochado a quien regalar un:¡Buh! o un ¡Ay mis hijos! Salen, al caer la noche estrellada, sobre la Puebla de los Ángeles y de nuestra niñez.

Precisamente una de esas historias es la que quiero compartirles y es ella, una de aquellas que deambulan como los pasos de esos seres por las calles de nuestra ciudad.

Nuestra historia comenzó hace un par de décadas allá por la recóndita región de la Sierra Madre Oriental. Hasta el pueblo viejo de Patlanalán que se encuentra muy cerca de los límites del Estado de Puebla con el de Veracruz, llegó un mañana Luis Ángel
Alatriste, un joven médico recién graduado quien iba a dicho pueblo a cumplir con su servicio social.

Muy pronto, el joven médico a causa de excelentes servicios e intachable trato humano logró prestigio y cariño de aquella gente pobre, y fue tan buena su fama, que de los pueblos vecinos iban a consultarlo buscando el alivio a enfermedades y dolencias, hallando un poco más, pues el joven Alatriste era un dechado de virtudes que se interesaba en ayudar y resolver problemas indistintamente.




Dice la sabiduría popular que lo bueno dura poco y esto viene al caso puesto que aquel galeno, cierta mañana mientras daba un paseo cerca de la laguna próxima al poblado, al ver que una joven conocida luchaba denodadamente por salir del agua, se sumergió en su auxilio y para mayor desgracia, quedaron atrapados por algún remolino en el fondo engañoso de la azul laguna.

Con mucha pena y desconsuelo, los moradores llevaron los cuerpos sin vida a la clínica donde con tanto esmero Luis Ángel Alatriste luchó a brazo partido contra la enfermedad, allí depositaron los cuerpos y allí mismo se realizaron todo tipo de diligencias y trámites del orden legal.

Pasaron varios meses antes de que las autoridades médicas pudiesen mandar a un nuevo médico; cuando por fin lo hicieron, el médico pasante duró poco en el puesto, renunció a los pocos días argumentando que por las noches escuchaba que llamaban a la puerta y a esto le seguía una serie de lúgubres lamentos. La primera vez, se dirigió a abrir la puerta pensando que se trataba de un enfermo, pero no encontró a nadie. En otra ocasión volvió a salir, se dirigió al jardín buscando a la persona que exteriorizaba tan dolientes quejas y nuevamente no obtuvo resultado. Intrigado, se recogió en su cuarto y clarito sintió cuando alguien se sentó en el borde de su cama, trato de encender un cigarrillo, pero al fósforo aquel una boca lo soplaba, mientras que aquel letrero que decía “Prohibido Fumar” como el péndulo de un reloj iba de un lado para otro.

Desde entonces en aquella clínica de campo se hicieron frecuentes las renuncias de aquellos médicos que llegaban provenientes de la ciudad de Puebla. Nadie podía explicarse porqué las mentes de aquellos jóvenes, destellantes de ciencia racional, de pronto se veían turbadas por apariciones, por voces y miradas que los perseguían.

Quiso quien escribe el destino que a aquel pueblo viejo llegara Rafael Libreros, otro joven médico que tenía la misma nobleza del muchacho Alatriste. La primera persona que atendió en su consultorio no era un enfermo, sino un colega suyo que le dijo que venía de un pueblo enclavado en la sierra, le hizo una serie de recomendaciones y le habló de las necesidades y la nobleza de los parroquianos. De los espantos que sufrían sus compañeros ni él ni nadie le dijeron nada, quizá por recomendación de las autoridades médicas. No era necesario, pues lo único que le preocupaba era atender con diligencia y esmero a aquella gente de pobreza extrema.

El fantasma del galeno sin embargo, siguió rondando por aquel lugar pero Rafael Libreros, armándose de valor se encomendaba a Dios, y para resolver los casos difíciles le pedía interiormente a aquel espíritu del que sentía su presencia, que le ayudase en la noble tarea de sanar enfermos. Su sorpresa no tenía límites cuando por las mañanas descubría el orden meticuloso de los medicamentos y demás enceres, acomodados en la noche por manos que no eran las de él.

Una tarde de mayo cuando ya todos los enfermos se habían marchado, volvió aquel joven colega que bajaba de la sierra y quien le suscitaba afecto. Charlaron como dos viejos conocidos y de esa plática concluyeron que siendo ambos virtuosos de la guitarra, sería un magnifico detalle llevar serenata a sus respectivas madres en su día.



Convinieron reunirse en la ciudad de Puebla, el punto de reunión fue El Jardín de las letras ya que la casa del colega visitante de Libreros y a la que irían primero, está a sólo dos calles de allí.

Aquella noche del sábado nueve de mayo, el reloj de catedral anunció las doce de la noche con sus roncas campanadas. El joven médico Rafael Libreros acudió a la cita, mientras esperaba afinó su guitarra y miró lo mismo a estudiantinas que a tríos que pasaban llenos de júbilo y de algarabía. Al poco rato apareció su amigo e hicieron un acoplamiento de voces y guitarras perfecto. Pensaron en una canción acorde con la fecha, escogieron aquella canción que habla de una madre, la de los Churumbeles de España.

Fueron hasta un balcón donde sobre ventana, cantera y hierros, el polvo y el sarro se hallaban lo mismo que el olvido. Rafael Libreros cantó como nunca, su voz se convirtió en un arrullo melodioso acompañado de las notas de su lira y de la otra que, sin quedarse atrás coadyuvó a hacer de aquel regalo nocturno una serenata excepcional.


Fue tanta la belleza de aquel canto que se encendieron las luces de todo el vecindario excepto una: la de aquel balcón. Al ver que nadie salía y pensando quizá que no había nadie en casa, entró el hijo de aquella madre homenajeada y le pidió a su amigo que lo esperara. Al cabo de unos minutos se encendió la luz y con dificultad se acercó al balcón una anciana.

-Gracias, pero, ¿a quien debo tanta bondad?- Le preguntó a aquel muchacho.
- A su hijo. Y le explicó que esa persona acababa de entrar a la vivienda y haberlo conocido en aquel pueblo lejano.
- No es posible, vivo sola. Mi único hijo murió en ese pueblo hace tiempo.

La mujer rompió en llanto, de sus ojos temblorosos brotaron lágrimas azules como la noche y sus ojos. Le costaba tanto entender que quien acompañaba al trovador desconcertado, fuera su tan llorado hijo, aquel médico por vocación que encontrando el alivio para tanta gente, no halló la cura para el corazón herido de una madre… Aquel hijo que por aquellas cosas del destino, de aquel viejo pueblo no regresó jamás.







TEMAMAXCUICUTL ( LEYENDA DEL REY GIGANTE )


TEMAMAXCUICUITL (LEYENDA DEL REY GIGANTE)

Por Guillermo Martínez Rodríguez *

Sobre la vasta región de San Juan de los Llanos, también conocida como Libres, Puebla, que en otros tiempos se llamó Villa de los Libres, existe la leyenda de un personaje al cual todos conocen como el rey Temamaxcuicuitl. En otra región más apartada del estado de Puebla, en la comunidad de Tlacuela, así como en la comunidad de Tenagmitic allá en el municipio de San Francisco Ixtacamaxtitlán, en estos tiempos en que nos hemos asomado al siglo XXI, aun permanece viva la leyenda del guerrero Temamaxcuicuitl, quien a decir de los lugareños era un gigante que de tres pasos llegaba a México, que cuando tenía hambre, de un paso llegaba a Tateno y con otro llegaba a Morelos (1)

También se dice que:.. “en Tlatlauqui tenía unos bancos arriba del cerro y cuando se quería bañar se agachaba y con su mano agarraba el agua del río y se bañaba”.(2) Esto no es todo, se cuenta además que Temamaxcuicuitl era un gigantesco hombre que medía aproximadamente cinco metros de altura, quien a las cuatro de la mañana se dirigía a la ciudad de Tenochtitlan llevando una enorme cantera en bruto que pesaba aproximadamente trescientos kilogramos, la cual utilizaban para hacer las pirámides…y que regresaba de Tenochtitlan aproximadamente a las diez de la mañana…”(3)



En esta región también llamada tierra grande existe la versión de que Temamaxcuicuitl era un gigante que en cierta ocasión caminó a través de los cerros proveniente del pueblo de Ixtacamaxtitlán, alzando sobre sus brazos una enorme campana la cual tenía que ser colocada en el campanario de la iglesia de San Juan de los Llanos. Se mantiene como una tradición viva que aquel gigante le puso nombre a los pueblos que hoy existen entre Ixtacamaxtitlán y Libres, y para esto, cada vez que sonaba la campana que cargaba, ponía nombre a un lugar.

Se ha dicho que era tal el peso y volumen de dicha campana que cuando el gigante iba pasando por el lugar conocido como “La Cañada”, se le doblaron las corvas y cayó de rodillas sobre la tierra, por lo cual las huellas de sus rodillas quedaron marcadas a profundidad debido al peso de la campana a la cual nunca soltó y mantuvo siempre en alto. Nos dice también tan fascinante leyenda que cuando llegó a Libres, el gigante con sus propias manos subió dicha campana hasta la torre de la iglesia principal y que hoy con el paso de los siglos, esa campana, junto con esta peculiar historia de gigantes, son una parte imborrable de la identidad de los Librenses.

Hoy la tradición es empeñosa en decir que aun existen las huellas de aquel legendario guerrero prehispánico y además gigante; pero también es importante destacar quien fue en realidad el rey Temamaxcuicuitl.

Seguramente muchos de nosotros hemos escuchado hablar de la ruta de Hernán Cortés, camino hacia la ciudad de Tenochtitlan en aquel inolvidable mes de agosto de 1519. Pues bien, Temamaxcuicuitl, fue un rey que vivió en Ixtacamaxtitlán y sobre esto se nos dice con respecto al paso del conquistador: “ El sitio donde se hallaba el pueblo, cuando Cortés estuvo en él, es un peñasco muy alto, cortado por el lado sur, de suerte que hace respaldo y se llama colhúa, que quiere decir redondo, este peñasco tenía en su sima el palacio del señor del valle y provinico, sujeto a Moctezuma; se conservan en el mismo sitio muchas piedras labradas y algunos cimientos, que demuestran la grandeza de aquel palacio, cuyo señor se llamaba Temamaxcuicuitl, esto es, piedra pintada” (4)

Asimismo, se nos dice también que… en los años anteriores a la conquista, Ixtacamaxtitlán era un señorío Otomí gobernado por un guerrero llamado Temamaxcuicuilt. (5) Como era muy grande su territorio, Temamaxcuicuitl lo tenía dividido entre sus hermanos. Este comprendía los actuales municipios de: Ixtacamaxtitlán, Zautla, Ocotepec, San Juan de los Llanos, Santa María (La cañada) y La Noria. (6)

Pero volviendo a lo de La Conquista, existen documentos donde consta que el rey y señor Temamaxcuicuitl, asociado de los cuatro reyes tlaxcaltecas y todos sus vasallos, no solo abrazaron gustosos la fe, sino que le dieron todos los auxilios al conquistador para lograr “su heroica empresa”.

De acuerdo a un documento presentado ante la Real Audiencia el 16 de junio de 1783, por un grupo de naturales de San Francisco Ixtacamaxtitlán, sobre un asunto de deslinde de tierras, al traducirse una serie de documentos escritos en la lengua mexicana se planteo que:

1) El 31 de marzo de 1530 comparecieron ante el Monarca Dn. Carlos V, en la ciudad de Madrid los señores tlaxcaltecas Maxicasi, Tlahuitselosi, Ystlalixpocatsi y Francisco Temamaxcuicutl ( primo del rey Xicotencatl), para informar sobre la lealtad con que estos reyes anduvieron en la conquista con el Capitán Dn. Fernando Cortés de Monroy, y para solicitar se les conceda un territorio para sus personas y para sus descendientes, con capacidad para darlas en herencia y para que se fundasen otros pueblos. Carlos V les otorgó estas peticiones, anexando las cédulas, mapas y armas para defensa suya.


2) “El rey Carlos V, en la cédula que otorgó el 13 de junio de 1530, reconoce toda la ayuda que otorgó Temamaxcuicuitl y los señores tlaxcaltecas al Capitán Don Fernando de Cortés Monroy y a los primeros evangelizadores franciscanos…”


3) El 4 de noviembre de 1532 es presentada y aprobada en la ciudad de México, la Cédula que otorga a Francisco Temamaxcuicuitl y demás señores de su pueblo lo pedido en la ciudad de Madrid. (7)

Con todo y esto existen opiniones encontradas y no es para menos, puesto que nuestro rey es y será una autentica leyenda poblana, y que clase de leyenda… amén de que si su visita a Madrid, España, fue un acto de exhibición para que los reyes y el mundo se maravillaran o burlaran de su apariencia y de su vestimenta, lo cierto es que con toda su realidad y fantasía, el rey Temamaxcuicuitl seguirá dando de que hablar entre los estudiosos y la gente sencilla del campo.

Es probable que un personaje con estas características, quien no solo colaboró con los evangelizadores sino que hasta fue capaz de “cargar una campana desde un sitio recóndito” como dicen algunas personas, por el hecho haber trascendido a su tiempo pueda ser considerado un gigante, si, un gigante que de tres pasos llegaba a México y, bueno, no resulta del todo fantasioso imaginar que, de dos o tres pasos haya cruzado el mar para buscar una audiencia con el monarca Carlos V de España y I de Alemania, y estos serían pasos más pasos menos, los que empleo en subir y bajar de un barco.






(1)El rey Temamaxcuicuitl: un gigante. Publicado en: El cerro de Colhua- El rey Temamaxcuicuil. Escuela Rural de Formación para el trabajo de Capolihtic. Cesder PRODES, A.C., Mayo/ Junio, 1995, Zautla, Puebla. p.4
(2) Ibíd. p.5
(3) Ibíd. p.6
(4) César Macazaga Ordoño, Diccionario de Geografía Nahuatl, p.4
(5) Cfr. Revista Koinonía, núm.23, mayo 1993, p.14-22
(6) Revista Koinonía, junio de 1994, p.21
(7) Ibíd. Pp.21-22






* Guillermo Martínez Rodríguez es narrador y cronista, ha participado en algunos colectivos de leyendas poblanas y tlaxcaltecas, así como también en la coordinación y redacción \del libro Zaragoza, ecos de mi tierra, publicado por el gobierno del estado de Puebla.

martes, 5 de enero de 2010

ESPANTOS EN LA ESCUELA

ESPANTOS EN LA ESCUELA
por Guillermo Martínez Rodríguez


Zaragoza, Puebla a través del tiempo
Cuando hace algunos años me encontraba leyendo el archivo municipal de mi pueblo natal, hallé algo que me inquietó, fue el enterarme que en los primeros meses del año de 1914, mi pueblo, que en ese entonces tenía menos de veinte años de existencia, había sufrido un terrible ataque debido a los enfrentamientos revolucionarios. Hallé que la llamada Estación Zaragoza de aquel tiempo había sido victima de una horrible hecatombe, perpetrada por un tal general Jiménez Castro.

Aunque los documentos oficiales no abundan al respecto, pues me di cuenta que las funciones de los ayuntamientos de Zaragoza y Tlatlauquitepec se interrumpieron durante varios meses de aquel año debido a la revuelta, me enteré que aquellas“victimas de la revolución” desconocidas, fueron sepultadas en una fosa común en un terreno propiedad de un señor llamado Cipriano Armenta, y que los cuerpos fueron exhumados para ser trasladados al panteón municipal el día 13 de agosto de1922.

Investigué el nombre del autor de esta matanza y supe por buena fuente bibliográfica, que el nombre de aquel general fue Joaquín Jiménez Castro.

Decidido a saber más del asunto me enteré de cómo habían ocurrido los hechos, una versión me hizo saber que un día de febrero o marzo de 1914, avanzaba una tropa por la avenida Hidalgo proveniente del pueblo de Ocotlán con rumbo a la actual terminal de autobuses, cuando a alguien se le ocurrió hacer un disparo, aunque otros dicen que fue un bromista quien hizo detonar un cuete justo cuando las tropas pasaban, lo cual fue motivo suficiente para que lo atraparan y lo asesinaran.

No conforme con ello, mataron entre otras personas a un joven que se encontraba cortándose el pelo en una peluquería, a un señor que se encontraba haciendo chicharrones en su carnicería, y a un señor apellidado Coronel, quien tuvo la mala suerte de apellidarse así y se encontraba durmiendo en su cama. Sobre las demás victimas no pude saber mucho, únicamente que entre ellas se encontraba un señor vecino de Ocotlán, el cual fue reconocido por un escapulario de la Virgen de Guadalupe que llevaba puesto justo el día de su penoso deceso.

Había en el pueblo en aquellos años, un señor que vino de España que se llamaba Leovigildo Rodríguez, tenía un hijo que se llamaba Ernesto, ese hijo fue el que murió en la peluquería. Cuando las autoridades de Zaragoza decidieron exhumar los restos de las victimas para llevarlas al panteón una vez que habían transcurrido siete años, él se opuso al traslado y por esa razón fue detenido y conducido a Tlatlauquitepec. Hace poco me enteré que ese señor fue bisabuelo de la madre de mis hijos.

Trataba de localizar el sitio exacto donde se encontraba aquella fosa, encontrándome con una serie de dificultades no en vano han pasado casi cien años de aquel acontecimiento.

De esta manera, mi sospecha se dirigió al centro de la población, que en aquel tiempo debió ser el área de la estación del ferrocarril, incluso llegué a suponer que la fosa se encontraría en los terrenos comprendidos entre la avenida Morelos y la vía del ferrocarril, allí por donde hoy existen terminales de autobuses, locales comerciales y casas habitación.






Alguien me dijo que efectivamente escuchó hablar de esa fosa y que hace mucho tiempo se decía que esta se encontraba en los terrenos que habían sido de la logia, allá cerca del segundo patio de la escuela primaria “República Argentina” actualmente “Ignacio Zaragoza”.

Entonces me acordé que cuando era niño y acudía a dicha escuela, muy a menudo escuchábamos platicar que allí espantaban, sobre todo en el salón de actos, donde antes de ser escuela había sido una cárcel y donde ocurrieron sucesos terribles, pero eso es otra historia; finalmente otras personas de la tercera edad me dijeron que cerca de donde estaba una portería donde los niños jugaban fútbol se encontraba aquella fosa, y me di cuenta que de ahí podía provenir aquel rumor insistente tanto de chiquillos y maestros de que en los pasillos y los sanitarios ocurrían cosas de espantos.

Volviendo a lo de la fosa, no tengo ninguna seguridad de que lo que aquí menciono tenga alguna relación con aquellos hechos de 1914, lo cierto es que al enterarme de esto no pude hacer más que sorprenderme, y traté de hallar una explicación que me pareciera razonable.

El caso es que me enteré por labios de uno de los protagonistas de esta historia o quizá leyenda, que bajo una casa que no hace mucho tiempo remodelaron y que se encuentra a escasos metros de la escuela primaria, se halló algo que a mi me dejó perplejo. Mi informante me platicó que antes de que se decidiera a hacerle mejoras a su casa, por las noches veía apariciones sobrenaturales, ya fuera una mujer con un cuchillo en mano que se paseaba por las recamaras tratando de atacar a sus habitantes o a unos niños que se subían a las camas y luego desaparecían.


Fue tanto el temor que habían infundido aquellas visiones a los moradores de esta vivienda, que se vieron en la necesidad de llevar a uno de esos personajes que limpian casas con una serie de rituales, el resultado fue que aquellos espantos no volvieron a rondar por la casa.

La cosa no quedó allí, resulta que cuando la propietaria decidió remodelar la casa, sucedió algo que la intrigó aun más: los albañiles hallaron diversas osamentas de niños y adultos que quizás algo tenían que ver con los fantasmas que rondaban la casa, sin embargo no ha sucedido nada más desde que a aquellos restos se les dio cristiana sepultura.




HISTORIA DE LOCOS

HISTORIA DE LOCOS
por Guillermo  Martínez Rodríguez




“Deja que ladren los perros, Sancho. Es señal de que vamos llegando...” Y el Pato Lucas le contestó: “Oficio que no da de comer a su dueño no vale dos habas. Refrigeradores dos pesos, licuadoras diez pesos, automóviles un peso...” Decía estas incoherencias Walter Kapke. Aquel peculiar personaje que un domingo atestado de gente, parecía leer una tira cómica caminando por la plaza.
La gente lo miraba con curia y es que no había evento surgido de la excentricidad de aquel tipo de rasgos aristocráticos, melena desaliñada y gran estatura, que no llamaran la atención de la barriada.
Un día cargaba los pesados durmientes desde la estación ferroviaria al atrio de la iglesia, y otro día pulsaba una guitarra huérfana de cuerdas, o, magistralmente interpretaba en el piano de su casa las obras de Wolfang Amadeus Mozart.
Maestro del pincel y de los lápices, pintaba, lo mismo en la fachada de su casa, en los muros del palacio municipal o en un cuaderno: barcos, castillos, mujeres desnudas, ángeles y vírgenes.
Por las noches, a los noctámbulos, mostraba su desnudez de largos huesos y por las mañanas, tirado allá en los prados, viajaba en el avión supersónico de su mente a cualquier lugar: bien fuera Rusia, París, Grecia o Saturno.
La gente trataba de explicar la razón de su demencia. Algunos decían que su inteligencia prodigiosa lo llevó a perderse en el laberinto de su genio. Otros decían que fue un artista muy famoso en algún país de cuyas lenguas fue parlante; tal vez de España, Inglaterra, Francia o Alemania.
Era el último descendiente de los encomenderos de este pueblo serrano que, en aquellos tiempos fue parte de la Nueva España.
Por cosas de abolengo sus ancestros se casaban entre primos y extranjeros, pero ahora en la miseria, aquel árbol genealógico dueño que fue de vidas y fortunas; en la persona de Walter, poseía una burguesía imaginaria y un perro como única riqueza.
Todos los días, a la salida de la escuela secundaria, los chicos, tendidos a la sombra de nogales y perales, rompiendo nueces con las muelas, se morían de la risa por tan disparatadas ocurrencias. Alguna que otra vez, Walter y su perro, paseaban por los pasillos de la escuela ante la mirada curiosa de maestros y esfuerzos nulos de intendentes que, sin más remedio dejaban que entrara y saliera como en casa.

El único que entendía al loco amigo era su acompañante; aquel inteligente lazarillo bautizado por aquellos estudiantes en honor a las diarias visitas a la escuela secundaria con un nombre singular: Secundino.

Algo en común había en aquellos seres. Amigos inseparables iban a todas partes. Admiraba aquel perro las obras de su dueño y por su parte Walter, amaba la lealtad de su amigo que no exigía cordura igual que huesos.
Ambos extravagantes e inofensivos, la gente les procuraba un poco de alimento, un trozo de pan y un plato con frijoles en las puertas, un vaso con agua cuando más, pues la vanidad de muchos de nosotros exige reglas de urbanidad, falsa decencia para poder invitar al desdichado a nuestra mesa.
A causa de una locura progresiva un día cesaron las visitas al colegio. Walter fue internado en la cárcel del poblado acusado de golpear con los puños el parabrisas del autobús de la mañana.
A esto se sumaba que una tarde, quiso horadar las palmas de sus manos con los clavos de vía en los durmientes de madera.
En la cárcel dibujó la imagen de una mujer desnuda, bella, casi perfecta. Secundino, la única visita, desde el patio admiraba la obra con lánguida tristeza. Walter, con gran ímpetu pintaba complacido, ausente de la realidad de su destino.
Ahí estuvo dos o tres días mientras el ayuntamiento realizaba los trámites para remitirlo al manicomio. Una tarde se lo llevaron los hercúleos loqueros con una camisa de fuerza asegurado. Frente a la vieja ambulancia Secundino gruñía, ladraba y daba vueltas desesperado. Corrió tras ella hasta la salida del pueblo y más allá hasta donde las fuerzas le alcanzaron.
Volvió al colegio todos los días, al sonar el timbre de la tarde. Jugaba con los muchachos en los prados, iba a la cárcel a mirar la obra de su dueño, subía a las oficinas del ayuntamiento, corría por los salones de la secundaria y olfateaba las huellas de Walter desde el patio de los ferrocarriles hasta el atrio de la iglesia.
Entonces la gente decía que Secundino ya era un perro loco, pues corría desesperado tras los automóviles que pasaban por el pueblo. Hambriento, a veces olvidado, perseguía a las gallinas y robaba en los expendios.

Un día las manos cruentas de un hombre sin sentimientos lo molieron a palos... Maltrecho, apoyado en las patas delanteras llegó a la puerta de la escuela. Esperó agonizante la tumultuosa salida de los chicos y ahí frente a todos ellos, empezó a sentir los estertores de la muerte; sus ojillos tristes empezaron a temblar hasta convertirse en dos cristales plomizos.
Algo de locura tenemos todos; un joven estudiante aprendiz de carpintero se ofreció a confeccionar el ataúd del amigo. Esa misma tarde partió al cortejo a la última morada de los muertos.
Con el paso del tiempo no se supo más de Walter; algunas personas dijeron que sanó del todo, que se volvió un hombre de provecho, otras dijeron que murió de una crisis esquizofrénica.

Respecto a Secundino muchos lo han visitado, aquel cementerio tiene algo de peculiar. En una tumba yacen los restos de un perro. Sobre la lápida está el nombre “Secundino”, y una estatua poco común: un lazarillo de mármol que contempla con mirada tristona, la belleza ruinosa de vírgenes y ángeles de alas rotas. No se decirle si espera a que Walter cruce bajo aquel arco monumental de estilo griego, u observa la obra desolada del artista supremo; más bien parece invitar a los visitantes a que lean el letrero sobre el arco y que reza: Postraos, aquí yace convertida en polvo la mundanal grandeza.


OFICIO DE EVOCARTE

 OFICIO DE EVOCARTE

Era el color de luna más bello que he visto en mi vida; rojo, como si fuera rubor de la noche, como rubor tuyo y mío ahogado en un arroyo de luciérnagas.
Recién había llovido y tus pechos temblaban en la jaula de mis manos, se estremecían, buscando la boca madre que les calmara el hambre y apaciguara el fuego. Soltaste el pelo y cayó mi miedo junto de tu sostén, en los arbustos. Nuestra ansiedad, cabalgaba en el lomo de las ranas, asustada; después, trepó a la floresta virginal hasta estallar en la luz de los relámpagos que, de cuando en cuando, golpeaba nuestros cuerpos presurosos.

  Te tengo tan presente y no he podido olvidarte, desde que nos volamos las clases en la prepa, después del laboratorio de química, cuando decidimos tomar aquel café seducidos por la lluvia.
No podía creerlo, la chica mas codiciada del colegio estaba frente al alumno mas perseguido por el director por tantas quejas y reportes, haciendo un psicoanálisis -muy serio- a un chico despistado que, a ratos, no hacía más que beberse la dulzura de tus ojos.
Hablamos de cine, de poetas románticos y de sexo que nos creímos el papel y caminamos. La lluvia arreciaba y esto nos obligó a guarecernos en la vieja estación. Algo nos llevó fuera de la pequeña ciudad, mas allá, en las arboledas bañadas por la luna de mis sueños.
¿Qué imán hizo que se unieran nuestros cuerpos? No sé si fue el deseo, a veces pienso que fue el amor en su máxima pureza el que hizo que nos fundiéramos en un solo latido.


  Creerás que de tanto acordarme se me olvida a veces que mes era, ya no sé si era mayo o junio, solo que era un día viernes. Encendiste un cigarro y lo fumamos juntos mientras ordenábamos nuestro pelo y uniforme revueltos. Ahí nació la promesa de todos los que se aman, la promesa de estar juntos pese a lo que viniese.
Fuimos de vuelta a la ciudad esquivando los charcos y las miradas curiosas que intuían nuestro pecado.

  
Al día siguiente, fuimos la comidilla de más de una lengua ociosa: “Yo los vi. Era casi la media noche. Venían sucios de cuerpo y alma. Esa muchacha no merece ser la hija de un hombre tan decente”.
No volví a saber más de ti desde aquella tarde en que tus amigas me dijeron que fuiste enviada a vivir con unas tías a Zacatecas. Yo me tuve que exiliar de la ira de tu padre a una ciudad costeña, al puerto de Campeche. Allí me gané la vida cantando a turistas y bohemios, lo mismo en merenderos que en bares de mala muerte. En ocasiones, pintaba cartones humorísticos en un diario para reírme un poco de mí mismo.
Quizá no lo creas pero, siempre tuve el oficio secreto de inventarte. Te dibujé tantas veces, para recrear mi soledad en tu mirada, la misma que mi mente imaginó con vida, para tener la sensación que me mirabas y aquel silencio pasmoso de tus labios, ya no fue mas silencio, pues ponía tus labios de cartón en mis oídos como conchitas de mar, para oír su murmullo.
Te mojaba en el papel con besos y lágrimas y en mis sueños, con el deseo de mi cuerpo. Quería que no se me olvidara la más mínima facción de tu cara, y que la blanca tibieza de tu piel, no se me escapara de las manos.



  Sentí la alegría más grande de verte de nueva cuenta en Teziutlán, y es que el pasado domingo te vi en misa de catedral. No hice otra cosa más que mirarte. Tus ojos siguen teniendo aquella magia que me hacen evocarlos siempre. Tus senos ya no son tan menudos y bajo aquel vestido de fino terciopelo adiviné la belleza escultural de tu cuerpo.
Cuando me descubriste, bajaste la mirada y tomaste de la mano a aquel elegante caballero. No tuve mas remedio que quedarme clavado en mi lugar tratando de entenderlo.



   No sé que me pasa pero he buscado verte. No puedo deshacerme de esta manía de recordarte y de creer que tu también me recuerdas, y más aun, de que en tu mente viva aquella promesa que en mi está como mi nombre.
Intento mirarte aunque sea de lejos. Te busco en estas calles bañadas de neblina, de bruma que hace más imperceptible mi vida a tus sentidos. Voy por aquel café de la avenida Juárez, donde nació nuestra historia o por la vieja estación del tren. Busco cualquier pretexto para ir por tu casa. Imagino tu vida de casada, te veo planchando camisas y envidio al compañero de tu alcoba.
Me resisto a olvidarte y cuando apagas la luz de tu ventana... se enciende en mí la noche, aquella noche bañada de luna y relámpagos.






TAXI POBLANO

TAXI     POBLANO
(Versión de Guillermo Martínez Rodríguez publicada en el libro Angeles y Alebrijes por el autor)

Pues así le cuento mi amigo que hace poco, un día de esos en que se escasea el pasaje, era cerca del mediodía y apenas había hecho un triste viaje.
Iba circulando por “El Barrio de los sapos” cuando me detuvo una mujer muy elegante. De inmediato abordó el taxi y se sentó en la parte de atrás; en ese mismo lugar donde ahora va usted sentado.
Como que me dio mala espina, pero luego pensé a juzgar por la apariencia, que se trataba de alguna de esas ricachonas que andan comprando antigüedades y quieren que las lleves por toda la ciudad.
Le fui viendo de reojo por el retrovisor y entonces me dijo que andaba de compras, que cual tienda de autoservicio le recomendaba. “Ujule señorita, tiendas hay muchas, usted dígame por donde la llevo”. Total que la llevé a Plaza Dorada y ahí me pidió que la esperara.
Yo acepte con la esperanza de hacerme de algunos centavos o tal vez por que ya ve usted como es uno de libidinoso... La mera verdad se veía que la señorita estaba bien guapa.
Ahí me tiene, espere y espere. Al cabo de una hora regresó la mujer cargada de mercancías. Ya ve como son las mujeres cuando andan en esos menesteres, que las cremas, la corsetería, la comida para no engordar. En fin metí todos los paquetes en la cajuela.
Mujeres inciertas, la anduve trayendo por todas las santas calles de Puebla. Si no hubiera sido por aquella sonrisa tan especial... Llegamos después de ir y venir a un edificio viejo que esta en el boulevard, ¿con qué cree usted que me vino a salir? : Que no traía dinero. Hágame usted el favor. Me enojé pues como no. Le dejé los paquetes sobre la banqueta y me dio un anillo de oro en prenda. Que se lo llevara al otro día para que me pagara.
Al otro día regresé. Subí las escaleras y toque en el departamento que me indicó. Que no, que la persona que buscaba había muerto hace mucho tiempo. “¿Pues cuando se murió si ayer me dio este anillo?”, les pregunté.
Aquellas personas se sorprendieron. Me dijeron que efectivamente ese anillo perteneció a la difunta. Que como era una prenda que ellos mucho estimaban se los diera y después me recompensaban.


A mí aquello me incomodo, no sé si era miedo o coraje, se los entregué. Total: ¿qué tal si de verdad era cosa de muertos? Ahora, ¿qué tal si me involucraban en un lío gratuito? Hasta después reaccioné. Lo que inventa la gente por no pagar... Señor... ¿Me dijo que lo lleve al panteón municipal? ¿Y ahora, pues éste, donde se bajó que ni lo vi?





RAZONES PARA ESCRIBIR LEYENDAS


RAZONES PARA ESCRIBIR LEYENDAS



por Guillermo Martinez Rodriguez


Desde niño sentí una gran curiosidad por las leyendas, de hecho nací y crecí en el pueblo de Zaragoza donde los relatos de este tipo eran cosa de todos los días. Cuando comencé a ir al cine mis películas favoritas eran las de espantos, creo que no tenían nada de espanto, pero en aquella época ver a mis personajes favoritos (Santo El Enmascarado de Plata y Blue Demon) luchar contra las Momias de Guanajuato, contra “La Llorona” o contra las “Mujeres Vampiro” era algo sencillamente emocionante.

Como mis padres eran comerciantes, casi siempre nos daban nuestro domingo, oportunidad que aprovechábamos para ir al cine. El afamado Cine Luna, propiedad de don Alfredo Luna quien tenía una cadena de cines en la región. Tanto este cine como el de don Chemito que se llamaba Lucerito, se ponían a reventar los fines de semana, pero el que hizo época fue el de don Alfredo. Las funciones comenzaban a las cuatro de la tarde y a veces a las dos, y permanecíamos hasta las once de la noche, es decir, solíamos repetir la primera película durante la permanencia voluntaria.

Cuando salíamos del cine sentíamos un miedo atroz, sobre todo por tener que caminar las cuatro o cinco calles que había entre el cine y nuestra casa. Una vez le pedimos a un señor que no fuera malito que nos acompañara, y el amable señor nos acompañó hasta una esquina, donde bajo la luz de una lámpara nos decía: “Desde aquí los veo, corran y no paren hasta que lleguen”. Un amigo al que le pasaba lo mismo recuerda que una vez sintió tanto miedo que al salir del cine comenzó a correr y estaba tan asustado que tocó y tocó a la puerta de su casa y como se tardaron en abrir, tiró la puerta que ya de por si estaba apolillada.

Como teníamos miedo y no por eso dejábamos de ir al cine pues las películas del Santo y El Mil Máscaras estaban bien buenas, pues mejor le pedimos a nuestra madre que nos pusiera un escapulario para que nos protegiera. Y así lo hizo, nos daba cincuenta centavos para el cine y debajo de la chamarra nos ponía un escapulario con la imagen de San Juditas pero ni así se nos quitaba el miedo.






Y como se nos iba a quitar, si chicos y grandes salíamos del cine rogando a Dios no encontrarnos con algún vampiro como los de las películas. No se si me lo crea pero hasta se llegó a rumorar muy insistentemente, que entre los furgones de la estación y hasta dando de brincos entre aquellos sombríos árboles que había cerca, se había visto a un vampiro, la gente lo llamaba el Vampiro de la Sierra Norte, y eso no es todo, recuerdo que un semanario de Teziutlán llegó a publicar una fotografía del famoso personaje y hasta algunas mujeres al salir de sus casas por las noches o por las madrugadas, cubrían sus cuellos con bufandas y rebozos…

Cuando crecí y ya era un chamaco como de dieciséis años, tuve la suerte de conocer en persona a Blue Demon, mi madre nos hablaba mucho del Santo, de hecho ella también lo conoció en persona, cuando trabajaba de mesera frente al Teatro Blanquita de la ciudad de México, dice que le dejaba muy buenas propinas. Yo no tuve necesidad de ir hasta allá para conocer a Blue Demon, un día de feria fue a luchar a mi pueblo junto con otros luchadores y me acuerdo que el Maestro Mundo Reyes cuando era presidente municipal lo recibió en su casa. Como mi hermano el güero quien tenía seis años y yo queríamos saludarlo, nos colamos a la casa del presidente y no nos dijo nada pues íbamos acompañando a Amadita quien fue reina o princesa de la feria, la verdad no me acuerdo; pero lo que no se me olvida es que nos sentamos en la mesa donde estaba nuestro ídolo y hasta nos sirvieron un plato de barbacoa igual que a él. Todavía lo hicimos reír pues cuando mi hermano le pidió un autógrafo le preguntó el luchador muy serio como se llamaba. Mi hermano respondió pues igual que ese que también sale en las películas: Adalberto Martínez, pero yo no soy “Resortes Resortín de la Resortera”.



Empecé a leer mucho pero no crean que leía libros de alcurnia, leía muchas revistas de las que vendía don David Salgado en su puesto de periódicos, comencé con una revista de bolsillo que se llamaba Tradiciones y Leyendas de la Colonia, luego otra llamada Micro Leyendas; leí a muchos de los escritores clásicos de la literatura popular mexicana, a Yolanda Vargas Dulché con su Lágrimas y Risas y su Memín Pinguín, también a Guillermo de La Parra Loya y a Rius con Los Agachados y Los Supermachos. Después me empezó a gustar Joyas de la Literatura y Novelas Inmortales, de ahí me nació el gusto por los libros, pero las leyendas mexicanas y los personajes trazados por los más grandes dibujantes del mundo que son los mexicanos se quedaron para siempre en mis recuerdos.

Una vez la maestra de literatura nos dejó de tarea que leyéramos dos obras clásicas de un día para otro, a mi me tocó leer a Hamlet de William Shakespeare y El Hombre de la Máscara de Hierro de Alejandro Dumas, al día siguiente le hablé a la maestra de las dos obras de cabo a rabo y ella se quedó sorprendida, lo que la profesora no sabía es que aquellas obras las había leído hacía tiempo en las revistas de bolsillo que había guardado como un gran tesoro y nada más les di otra ojeada, sin embargo me felicitó y aprobé el examen.

De aquellos tiempos de estudiante recuerdo que cuando estudié en la Secundaria Nezahualcoyotl (La Netza) en una ocasión nos fuimos de pinta todo el grupo, unos primero y otros después pero el mismo día. Nos veíamos ir y venir unos y otros por el camino que conduce a San José Buenavista. La razón de nuestra fuga masiva del templo del saber, fue que alguno de los compañeros corrió la noticia que otro del tercero “B”, al ir pasando por el río conocido como “El Saltillo”, escuchó una voz que salía debajo del agua y cuando buscó en el río vio los huesos de un hombre, entre ellos la calavera quien le pidió que le diera cristiana sepultura y que le iba a entregar un tesoro.

Como aquel compañero según se rumoró en la secundaria, cumplió con lo que le pidió el esqueleto, este le entregó una olla de dinero y a esto se debía que todo el grupo anduviera como abejas gambusinas por todos los solares y parcelas de aquel pueblito, haciendo hoyos pues seguramente habría tanto oro que alcanzaría para todos.

En lo que no pensamos fue que el dueño de uno de los terrenos, un campesino con cara de muy pocos amigos nos iba a descubrir y cuando lo hizo, nos puso a trabajar en su parcela y ahí estuvimos todo el día ante la mirada vigilante, so pena de que si desertábamos de la tarea nos entregaría a la policía.

Todavía esa noche, decidimos ir a buscar el tesoro pero mire que clase de conclusión tomamos: “En todas las haciendas viejas hay tesoros enterrados y en la que está por aquí cerca debe haber uno de ellos”. Tomamos nuestras providencias al más puro estilo de las películas de espantos: a uno le tocó conseguir agua bendita, a otro una caja de cigarrillos, a otro un automóvil y a mi un crucifijo.

Nos fuimos a la hacienda vieja más cercana y alumbrándonos con la luz del carro, comenzamos a golpear un muro en ruinas con un zapapico. Uno vigilaba con el crucifijo en alto, otro con el agua bendita dispuesta para arrojársela al primer fantasma que se nos parara enfrente, y todos fumábamos sacando humo hasta por las orejas ya que nuestros abuelos nos dejaron la creencia de que los fantasmas se ahuyentan con el humo del cigarro.

Yo creo que el miedo fue mas fuerte que nuestra ambición, pues nos pareció escuchar ruidos y lamentos y nos tuvimos que subir al auto tropezando. De ahí nos dirigimos a nuestra casa a toda velocidad creyendo que un fantasma se había colgado de la cajuela, pero decidimos no decirles a nuestros padres a donde habíamos ido.

Hace poco que estaba pensando en esta anécdota, me acordé del compañero que supuestamente había hallado aquel tesoro. De todo me había acordado menos de que nunca le preguntamos si lo de las monedas había sido cierto.

Cuando le pregunté sobre ello, se acordó perfectamente de aquellos días, me dijo que en efecto, en una ocasión en que cuidaba su rebaño perdió una de sus ovejas; pensando que su padre le daría una tunda si no llegaba con el rebaño entero, volvió al lugar ya de noche a donde había estado cuidándolo. Entonces vio una flama que salía del suelo, se armó de valor y fue a ver que era, rascó un poco y casi a flor de tierra, halló una pequeña olla de barro con veinte monedas de plata.

Me dijo también que lo de los huesos del río había sido puro cuento y que cuando volvió a su casa con la oveja y el pequeño tesoro, su papá no le dijo nada pues al fin había encontrado al animal y ya no tenía caso que lo regañara. Vendió las monedas y con lo que le dieron, pudo comprarse unos pantalones y una bicicleta. De hecho aun conserva aquella bicicleta, y creo que tenemos algo en común, yo también guardo de aquellos años el recuerdo feliz de mi adolescencia con el que de vez en cuando, salgo a buscar tesoros y también historias, esas riquezas que suelo compartir con quien me regala cinco minutos de su tiempo.