martes, 5 de enero de 2010

HISTORIA DE LOCOS

HISTORIA DE LOCOS
por Guillermo  Martínez Rodríguez




“Deja que ladren los perros, Sancho. Es señal de que vamos llegando...” Y el Pato Lucas le contestó: “Oficio que no da de comer a su dueño no vale dos habas. Refrigeradores dos pesos, licuadoras diez pesos, automóviles un peso...” Decía estas incoherencias Walter Kapke. Aquel peculiar personaje que un domingo atestado de gente, parecía leer una tira cómica caminando por la plaza.
La gente lo miraba con curia y es que no había evento surgido de la excentricidad de aquel tipo de rasgos aristocráticos, melena desaliñada y gran estatura, que no llamaran la atención de la barriada.
Un día cargaba los pesados durmientes desde la estación ferroviaria al atrio de la iglesia, y otro día pulsaba una guitarra huérfana de cuerdas, o, magistralmente interpretaba en el piano de su casa las obras de Wolfang Amadeus Mozart.
Maestro del pincel y de los lápices, pintaba, lo mismo en la fachada de su casa, en los muros del palacio municipal o en un cuaderno: barcos, castillos, mujeres desnudas, ángeles y vírgenes.
Por las noches, a los noctámbulos, mostraba su desnudez de largos huesos y por las mañanas, tirado allá en los prados, viajaba en el avión supersónico de su mente a cualquier lugar: bien fuera Rusia, París, Grecia o Saturno.
La gente trataba de explicar la razón de su demencia. Algunos decían que su inteligencia prodigiosa lo llevó a perderse en el laberinto de su genio. Otros decían que fue un artista muy famoso en algún país de cuyas lenguas fue parlante; tal vez de España, Inglaterra, Francia o Alemania.
Era el último descendiente de los encomenderos de este pueblo serrano que, en aquellos tiempos fue parte de la Nueva España.
Por cosas de abolengo sus ancestros se casaban entre primos y extranjeros, pero ahora en la miseria, aquel árbol genealógico dueño que fue de vidas y fortunas; en la persona de Walter, poseía una burguesía imaginaria y un perro como única riqueza.
Todos los días, a la salida de la escuela secundaria, los chicos, tendidos a la sombra de nogales y perales, rompiendo nueces con las muelas, se morían de la risa por tan disparatadas ocurrencias. Alguna que otra vez, Walter y su perro, paseaban por los pasillos de la escuela ante la mirada curiosa de maestros y esfuerzos nulos de intendentes que, sin más remedio dejaban que entrara y saliera como en casa.

El único que entendía al loco amigo era su acompañante; aquel inteligente lazarillo bautizado por aquellos estudiantes en honor a las diarias visitas a la escuela secundaria con un nombre singular: Secundino.

Algo en común había en aquellos seres. Amigos inseparables iban a todas partes. Admiraba aquel perro las obras de su dueño y por su parte Walter, amaba la lealtad de su amigo que no exigía cordura igual que huesos.
Ambos extravagantes e inofensivos, la gente les procuraba un poco de alimento, un trozo de pan y un plato con frijoles en las puertas, un vaso con agua cuando más, pues la vanidad de muchos de nosotros exige reglas de urbanidad, falsa decencia para poder invitar al desdichado a nuestra mesa.
A causa de una locura progresiva un día cesaron las visitas al colegio. Walter fue internado en la cárcel del poblado acusado de golpear con los puños el parabrisas del autobús de la mañana.
A esto se sumaba que una tarde, quiso horadar las palmas de sus manos con los clavos de vía en los durmientes de madera.
En la cárcel dibujó la imagen de una mujer desnuda, bella, casi perfecta. Secundino, la única visita, desde el patio admiraba la obra con lánguida tristeza. Walter, con gran ímpetu pintaba complacido, ausente de la realidad de su destino.
Ahí estuvo dos o tres días mientras el ayuntamiento realizaba los trámites para remitirlo al manicomio. Una tarde se lo llevaron los hercúleos loqueros con una camisa de fuerza asegurado. Frente a la vieja ambulancia Secundino gruñía, ladraba y daba vueltas desesperado. Corrió tras ella hasta la salida del pueblo y más allá hasta donde las fuerzas le alcanzaron.
Volvió al colegio todos los días, al sonar el timbre de la tarde. Jugaba con los muchachos en los prados, iba a la cárcel a mirar la obra de su dueño, subía a las oficinas del ayuntamiento, corría por los salones de la secundaria y olfateaba las huellas de Walter desde el patio de los ferrocarriles hasta el atrio de la iglesia.
Entonces la gente decía que Secundino ya era un perro loco, pues corría desesperado tras los automóviles que pasaban por el pueblo. Hambriento, a veces olvidado, perseguía a las gallinas y robaba en los expendios.

Un día las manos cruentas de un hombre sin sentimientos lo molieron a palos... Maltrecho, apoyado en las patas delanteras llegó a la puerta de la escuela. Esperó agonizante la tumultuosa salida de los chicos y ahí frente a todos ellos, empezó a sentir los estertores de la muerte; sus ojillos tristes empezaron a temblar hasta convertirse en dos cristales plomizos.
Algo de locura tenemos todos; un joven estudiante aprendiz de carpintero se ofreció a confeccionar el ataúd del amigo. Esa misma tarde partió al cortejo a la última morada de los muertos.
Con el paso del tiempo no se supo más de Walter; algunas personas dijeron que sanó del todo, que se volvió un hombre de provecho, otras dijeron que murió de una crisis esquizofrénica.

Respecto a Secundino muchos lo han visitado, aquel cementerio tiene algo de peculiar. En una tumba yacen los restos de un perro. Sobre la lápida está el nombre “Secundino”, y una estatua poco común: un lazarillo de mármol que contempla con mirada tristona, la belleza ruinosa de vírgenes y ángeles de alas rotas. No se decirle si espera a que Walter cruce bajo aquel arco monumental de estilo griego, u observa la obra desolada del artista supremo; más bien parece invitar a los visitantes a que lean el letrero sobre el arco y que reza: Postraos, aquí yace convertida en polvo la mundanal grandeza.


No hay comentarios: