viernes, 28 de octubre de 2011

CALAVERAS LITERARIAS






CALAVERA POBLANA
Por Guillermo Martínez Rodríguez

Una noche tenebrosa
de principios de noviembre
Una dama misteriosa
Salió a armar tremendo arguende.

Vistió sus mejores galas
Falda corta y zapatillas
Y como andaba de malas
Fue a torcerse las rodillas.

Moreno Valle contento
Despachaba en su oficina
Pero quedó sin aliento
Cuando miró a la catrina.

Que se le ofrece señora
En qué le puedo ayudar
La nombro gobernadora
Usted dígame nomas.
 
Parece que me confundes
Por mis delgados tobillos
Pero déjame decirte:
No soy Elba Esther Gordillo.

Le ofreció aquel gobernante
Un pacto de coalición
Y corrió a telefonearle
A Felipe Calderón.

Aunque le hables a quien le hables
No te me vas a escapar
Si quieres que alguien te salve
Te tendrá que acompañar.

La Casa Aguayo y Los Pinos
Lucen un moño luctuoso
Además del Presidente
Se llevó al gober precioso.


Mario Marín pretendía
A la huesuda engañar
Y para esto le ofrecía
Dos botellas de coñac

Ninguno de estos señores
Pudo a la muerte engañar
Al panteón les llevan flores
 Y platillos a su altar.


II 

Para remediar los males
Del olvido y la desdicha
Se puso a guisar  tamales
La calaca susodicha.

De mole, dulce  y de queso
Unos tamales guisó
Se chupaba hasta los huesos
Del exquisito sabor.

Colocó en una cocina
 De talavera poblana
Una ofrenda suculenta
 La calavera fulana.

En el altar figuraban
Distinguidos personajes
Que en las fotos se encontraban
Con sus muy planchados trajes.

Hasta arriba de la ofrenda
Estaba el gobernador
Decía la flaca que pena
De un empacho se murió.

Todo el congreso poblano
En el altar no cabía
Pero a cada diputado
Le puso lugar la tía.


Ya descansan los señores
En el sórdido panteón
Entre cirios y entre flores
Descansa la coalición.

















martes, 25 de octubre de 2011

MASCARA DE FUEGO

MÁSCARA DE FUEGO


 Por Guillermo Martínez Rodríguez

Publicado en el libro Ángeles y Alebrijes por el autor





 ¡Lucharán...por el campeonato mundial de lucha libre! ¡En esta esquina... La leyenda viviente, el campeón mundial: Máscara de Fuego!. ¡En ésta otra... El retador por el título : Sangre Azteca!. Los luchadores se saludan, suena la campanilla, dan vueltas por el encordado, se acechan como fieras e intercambian los primeros golpes. De pronto, Máscara de Fuego surca los aires... “¡qué patada sobre su adversario!. Lo levanta como un hilacho de la lona, pero el retador se defiende: ¡tiene lo suyo señoras y señores!”. La pelea se prolonga uno, dos, tres rounds... “¡Qué exhibición de lucha libre! ¡Máscara de Fuego está a punto de rendir al retador!... Pero, ¿qué sucede?, Sangre Azteca se está librando de la poderosa llave... ¡le ha arrojado algo sobre los ojos! ¡El campeón está anonadado!... ¡es inaudito, el campeón está a punto de perder la máscara!”. El público grita enardecido. Señoras y señores, niños, gendarmes; el lugar se vuelve un pandemonium. La afición esta arrojando tortas, refrescos, palomitas, sustancias desconocidas, recordatorios familiares sobre la humanidad de Sangre Azteca. “¡Déjalo desgraciado! ¡Ponte con uno de tu tamaño! ¡Lo va a matar!, ¡Así le voy a hacer a tu hermana!”. Sangre Azteca actúa como un poseído: “¿Quieren saber quien es su idolito?”... De nuevo la rechifla. Las mujeres lloran, alguna se desmaya, pero el desquiciado luchador despoja al campeón de su máscara. La pone sobre lo alto como el mejor de sus trofeos. De pronto, un grito desgarrador brota del perdedor. Se cubre el rostro con ambas manos y camina deambulando hasta el centro del ring. Sangre Azteca queda estupefacto, ha cometido una especie de sacrilegio para los amantes del Pancracio. Máscara de Fuego se quita las manos de la cara y la muestra al público angustiosamente. El silencio invade la arena, nadie se atreve a decir nada. Con la derrota a cuestas desciende del cuadrilátero y se aleja en medio del estupor de la gente. 

 Al día siguiente la noticia corre por la ciudad: - ¡Extra, extra... se acaba la leyenda!, ¡Extra, extra...El fuego le dejó una verdadera máscara! los diarios deportivos en primera plana, hablan de los sucesos del sábado: “La brillante trayectoria de uno de los luchadores más famosos de todos los tiempos llegó a su fin; durante la pelea por el título mundial de lucha libre, el osado e intrépido luchador Sangre Azteca, despojó al campeón de su máscara. Ante el pueblo de México quedó al descubierto el rostro de un hombre verdaderamente enmascarado por el fuego” 


 II 

 En una oscura callejuela de la ciudad más grande del mundo, Máscara de fuego llora su desventura. Vendedores de chicles, payasitos de crucero, meretrices, beodos y ladrones tiene por compañeros. Todos ríen de él, de su cara tan fea como la vida en común de aquellos seres de barriada. Se burlan de las cicatrices en su rostro, de su nariz curiosa y su boca sonriente, su boca forzada a reír por quemaduras, a esbozar una sonrisa de amargura. Frente a una fogata de neumáticos y cartones, busca en sus recuerdos; hallando entre sus ropas alcohol para embriagarse. Clava la mirada en el fuego y en tropel reminiscencias se agolpan en su mente, igual que sobre el cuerpo, los golpes del rival aquella noche. Vio aquella iglesia, un mar de gente, era un Viernes de Dolores en un pueblo de tantos que hay en la República Mexicana, un hombre arrastrando una enorme cruz y la imagen de una bella mujer arrodillada absorta en las penurias de aquel hombre. Sonaron en sus oídos los gritos de un infante que se pierde: “¡mamá... !” Una de las pocas palabras que conocía entonces, una de las palabras que habrían de traer a su memoria el rostro de una madre santa. Luego unos pies presurosos, la ropa áspera y sucia del roba chicos, un escondite en el cementerio de automóviles, las manos callosas, las manos grotescas, las manos que lo amordazan y el ruido del camión. El sueño seguido de aquel llanto y un aliento pulquiento. La voz extraña diciendo: “merqué un muñeco”. 

 Lloró desde entonces, en aquel cuchitril de grandes hoyos, donde se colaba el frío y se acurrucaba junto a él para darse calor uno al otro. Lloró en las aceras, en los portales y plazoletas, la gente le daba unas monedas pero él quería una madre, una mujer que se pareciera a la virgen de la iglesia; una madre que no fuera chimuela y ebria, alguien que le diera abrazos y caricias, una madre que no le apagara cigarrillos en el vientre, una madre que le diera de cenar y le contara cuentos. Vino a su mente la noche en que vio a unos hombres de fuego, danzaban alrededor del viejo catre, caían del techo, se retorcían por todos lados, mordisqueaban la mesa, la silla de madera, comían las cobijas y devoraban a sus padres mugrosos. Una mano lo alcanzó en la cara, lo tomó del mentón, le estiró la comisura de los labios, le arrancó pedazos de cartílago y lo dejó marcado para siempre. Entonces entró un ángel: “don Nacho” le decían los vecinos, le salía agua de las manos, tenía el poder contra el fuego. Sintió como lo tomó en los brazos y salió volando sobre aquellos hombres de fuego. Aquellas heridas le dolieron, a pesar de los bálsamos y el tepezcohuite, lloró hasta el desmayo. Aquellos seres que vio como entre sueños, se volvieron brasas diminutas, cenizas y chispas que se ahogaban, que se perdían poco a poco en los montones negruscos de lo que había sido su casa. 

 Despertó un día, quien sabe que día en una suave cama. Había sábanas blancas y muchas mujeres que tenían la cara de su madre buena, de su madre bonita. Ahí estaba aquel señor con los brazos abiertos clavado en la cruz, la misma cruz que vio desde aquel día en que perdió a la mamá de sus sueños. También había un señor bueno; amigo de todos los enfermos; regalaba juguetes a los niños, sacó de la bata blanca un muñequito y lo puso en sus manos; era un Blue- Demon o un Santo, un monito de esos que venden en las calles. Le daban pollo, leche, pan y curaban sus heridas, al menos las externas. Era un orfanato, era hospital y escuela, lo supo cuando tuvo conciencia de ello. Lo registraron con el nombre de Facundo Sánchez, igual que el jardinero, ¿qué mas da que fuera Hernández o González, si nadie sabía nada del ser desventurado? Niñez tan insensata; los humanos pilluelos ensayando a ser grandes con burla le gritaban: “¡Ahí viene el chichinado!, ¿No ven al chamuscado?, ¡Chi- chi- na- do, chi- chi- na-do, cha-mus-ca-do, cha-mus-ca-do! No quería el inocente mirarse en el espejo, en los vidrios lujosos que había en las oficinas, en la fuente del patio. Un día entre varios niños lo llevan al espejo: “¡mírate chichinado!”. Colérico responde, les lanza escupitajos; la saliva certera se aloja en una oreja del robusto verdugo. El gordinflón lo increpa herido por el acto: ¡ah!, ¿conque eso quieres?... ¡Pues te parto la madre! Facundo piensa raudo: “a mi madre no la tocas, mi madre que te debe, mi madrecita santa... Pues no me rompes nada. ¡Moles! Revientan las narices del “Morrongo Pineda” el líder de todos los chamacos insensatos. Facundo es una fiera, ¡Mi madre que te debe! Y golpea, golpea y golpea. Ni tardos ni perezosos, los infantes corrieron delatando a Facundo. De la oreja el prefecto lo llevó a la oficina. El director lo amonesta: - Conque esas tenemos, muy valiente el muchacho ¿Qué tal te caerían dos semanas sin cena y para que te eduques lavar los escusados? Facundo fue a cumplir la tarea vergonzosa y en las noches el hambre, el hambre desgraciada, llegaba como siempre pidiéndole un bocado. 

 Entre aquellas paredes fue creciendo Facundo, no le entraron las letras, ni números, ni nada, nada que se tratara de lecciones de escuela, de maestros severos que también se mofaban, que lo ponían de ejemplo de niño retardado, de lento aprendizaje y niño antisociable. Lo único que entraba en su mente de joven, de chico que cumplía catorce primaveras, era el hermoso rostro de Paulina “La güera”, la chica más bonita de aquel orfelinato, tenía los mismos años y una gran diferencia: Tenía la cara bella como un angelito, mientras Facundo en cambio, era un chiquillo feo, un iluso queriendo despertar sentimientos, pero no de repulsa, sentimientos de amor. Una tarde el muchacho quiso probar su suerte, le regaló a Paulina un osito de felpa, ahí estaban curiosos los chamacos burlones, que rompieron en risa debido a aquel detalle. Por si eso no bastara, la ingrata Dulcinea hizo trizas muñeco y esperanzas del joven. Nunca más las paredes de aquel orfelinato tendrían dentro a aquel chico, dentro dejó la infancia y se fugó una noche.


 III 
 Dueño de las aceras, de hotel las terminales, de mesón los mercados Facundo se hace hombre. Blanco de toda mofa, mendigo de cariño lleva en su pensamiento la imagen de su madre. Va trabajando en ferias y carpas populares: “¡Vean al hombre serpiente! El único en su especie. - confiesa hombre serpiente ¿por qué estas convertido en esta bestia humana? - porque maté a mis padres. - ¿dinos como lo hiciste? - los arrastré por unas calles empedradas y los maté con una hacha tipo carnicero... -¿Y qué castigo mereces? - vivir el resto de mi vida convertido en culebra - ¿y qué le recomiendas a los niños? - que respeten y obedezcan a sus padres... 

 La historia de Facundo es como la de cualquiera, siempre será una lucha, una lucha perpetua de ángeles y alebrijes, dualidades que coexisten en algún puesto de feria como un premio cualquiera, y hasta en la vida misma; será luz y tinieblas, abundancia y miseria, alegría y tristeza. En la feria del mundo subimos a la rueda, bien sea de la fortuna, mal sea de la pobreza... Todos vamos en ella con nuestro algodón de azúcar o conteniendo el trago amargo de una pena. 

 IV
 Era puro nobleza a pesar de la calle, a pesar de la burla, la única manera de desatar la fiera, fue mentarle a su madre. Campeón del barrio bravo, decidió ilusionado subir al cuadrilátero a ganarse unos pesos. Cleofás el barrendero de apodo “El bonafino” le regaló la máscara. La cosió doña Chabe, costurera del barrio y a San Miguel Arcángel rezándole un rosario, juntos la encomendaron. - “¡Luchará en esta esquina... El novato del año: Máscara de Fuego!”. Bendita sea la máscara que ocultaba el pasado, que cual mano amorosa cubría sus cicatrices. Que le duran rivales si es más dura la calle, que le duelen los golpes si la vida le pega, si la vida se ensaña más que sus contrincantes. El público lo quiere: ¡cam- peón! plap- plap- plap, ¡cam- peón! plap- plap- plap. Ya no se siente solo, pues el público aplaude, porque todos lo quieren y la máscara roja bordada en lentejuela, se convierte en la madre que le hace tanta falta. Todo el pueblo lo aclama en la arena que bulle, en los televisores y hasta en la gran pantalla del Cine Mexicano. Cuando va por las calles la gente lo saluda, los niños de los barrios quieren ser luchadores cuando lleguen a grandes... Las damas se desmayan por poder abrazarlo y cualquier ciudadano busca mil estrategias para poder hablarle. “¡Ese, mi enmascarado! ¿Va a llevar el regalo? ¡Flores para la jefa! ¡Órale que es diez de mayo!”. Facundo está muy triste ¿a quién dará un regalo? Quien fuera un simple hombre junto a su viejecita para así festejarla. De algo se había olvidado: de la madre de todos los latinoamericanos, la virgen morenita. Y la gente en La Villa, ve esa tarde al Coloso llorando de rodillas. - Virgen de Guadalupe, aquí estoy a tus plantas. ¿Dónde estará mi madre? ¿Dónde puedo encontrarla? Yo también soy tu hijo, por favor dime dónde. 

 Él no sabe que triste, desde hace muchos años, su madre lo ha buscado, que subió a los camiones y viajó por los pueblos con un viejo retrato, que durmió en terminales y en las comisarías con la ilusión guardada. “Es un niño con rizos, de labios delgaditos y un lunar en la frente...” No sabe hoy la inocente que el niño ya no es niño, que el rostro de chiquillo, la lumbre y el destino sin piedad le han cambiado. Los santitos la escuchan, en un sueño la madre, la voz de un santo niño que le han recomendado le ha dicho que no llore, que el hijo no ha sufrido, que Dios lo ha recogido y ya no tiene caso derramar más sus lágrimas. Facundo está triunfando, es un campeón invicto, la fama le persigue. Viajando por el mundo conquista campeonatos. El público lo quiere... En su mente retumban todas las ovaciones del pueblo mexicano: - Cam-peón- plap-plap-plap cam-peón- plap-plap-plap. La angustia de la gente: - ¡Déjalo desgraciado! ... ¡lo va a matar! El ansia de un alcohólico: - Ese mi camarada ¿me regalas un trago? Desde algún vecindario su madre aún le reza, eleva sus plegarias por el niño extraviado. Y en las fauces oscuras de las calles urbanas: sigue llorando el hombre que no encuentra a su madre.