miércoles, 6 de enero de 2010


TAMBIÉN LOS MUERTOS LLEVAN SERENATA
Por Guillermo Martínez Rodríguez

Leyenda publicada en el libro La Salvación del Condenado




Seguramente alguna vez ha escuchado esos sucesos escalofriantes que van de boca en boca, en los pasillos de escuelas y hospitales, en cualquier autobús e incluso ahora, en algún sitio de Internet de cualquier ciber café. A mí en lo personal me llaman la atención esas historias, será tal vez porque al escucharlas se me enchina la piel como cuando era niño, me sobresalto ante el menor ruido y viaja mi mente a lugares ignotos.

De tal forma que una de las cosas que más me agradan es saborear una deliciosa taza de café, mientras remojo como si fuese un pan una rica historia de miedo.

Mientras saboreo una de esas leyendas poblanas, mi espíritu recorre el telón de la magia de los siglos, vuelvo a maravillarme con la belleza arquitectónica de Puebla, ciudad majestuosa nuestra y de toda la humanidad; me interno en sus callejones, plazas y templos y entro al pasado para salir a una calle concurrida donde abundan artistas callejeros y pregoneros.

Voy tratando de descubrir las historias que duermen en las viejas casonas o en los conventos derruidos por el tiempo. Entonces puedo leer los labios de la China Poblana refrescados por la lluvia nocturnal; me parece mirar a ángeles perezosos sacudirse las alas, mientras de los borbollones de agua de una fuente, brotan duendes montados en bicicletas multicolores, que empiezan a perseguir a niños que no hacen la tarea.

Salen, de pórticos oscuros y apolillados, de vitrales rotos por el olvido, al igual que de la boca de un sastre de vecindad o de un aseador de calzado, seres fantásticos que vienen a poblar la noche, a deambular por las calles buscando un trasnochado a quien regalar un:¡Buh! o un ¡Ay mis hijos! Salen, al caer la noche estrellada, sobre la Puebla de los Ángeles y de nuestra niñez.

Precisamente una de esas historias es la que quiero compartirles y es ella, una de aquellas que deambulan como los pasos de esos seres por las calles de nuestra ciudad.

Nuestra historia comenzó hace un par de décadas allá por la recóndita región de la Sierra Madre Oriental. Hasta el pueblo viejo de Patlanalán que se encuentra muy cerca de los límites del Estado de Puebla con el de Veracruz, llegó un mañana Luis Ángel
Alatriste, un joven médico recién graduado quien iba a dicho pueblo a cumplir con su servicio social.

Muy pronto, el joven médico a causa de excelentes servicios e intachable trato humano logró prestigio y cariño de aquella gente pobre, y fue tan buena su fama, que de los pueblos vecinos iban a consultarlo buscando el alivio a enfermedades y dolencias, hallando un poco más, pues el joven Alatriste era un dechado de virtudes que se interesaba en ayudar y resolver problemas indistintamente.




Dice la sabiduría popular que lo bueno dura poco y esto viene al caso puesto que aquel galeno, cierta mañana mientras daba un paseo cerca de la laguna próxima al poblado, al ver que una joven conocida luchaba denodadamente por salir del agua, se sumergió en su auxilio y para mayor desgracia, quedaron atrapados por algún remolino en el fondo engañoso de la azul laguna.

Con mucha pena y desconsuelo, los moradores llevaron los cuerpos sin vida a la clínica donde con tanto esmero Luis Ángel Alatriste luchó a brazo partido contra la enfermedad, allí depositaron los cuerpos y allí mismo se realizaron todo tipo de diligencias y trámites del orden legal.

Pasaron varios meses antes de que las autoridades médicas pudiesen mandar a un nuevo médico; cuando por fin lo hicieron, el médico pasante duró poco en el puesto, renunció a los pocos días argumentando que por las noches escuchaba que llamaban a la puerta y a esto le seguía una serie de lúgubres lamentos. La primera vez, se dirigió a abrir la puerta pensando que se trataba de un enfermo, pero no encontró a nadie. En otra ocasión volvió a salir, se dirigió al jardín buscando a la persona que exteriorizaba tan dolientes quejas y nuevamente no obtuvo resultado. Intrigado, se recogió en su cuarto y clarito sintió cuando alguien se sentó en el borde de su cama, trato de encender un cigarrillo, pero al fósforo aquel una boca lo soplaba, mientras que aquel letrero que decía “Prohibido Fumar” como el péndulo de un reloj iba de un lado para otro.

Desde entonces en aquella clínica de campo se hicieron frecuentes las renuncias de aquellos médicos que llegaban provenientes de la ciudad de Puebla. Nadie podía explicarse porqué las mentes de aquellos jóvenes, destellantes de ciencia racional, de pronto se veían turbadas por apariciones, por voces y miradas que los perseguían.

Quiso quien escribe el destino que a aquel pueblo viejo llegara Rafael Libreros, otro joven médico que tenía la misma nobleza del muchacho Alatriste. La primera persona que atendió en su consultorio no era un enfermo, sino un colega suyo que le dijo que venía de un pueblo enclavado en la sierra, le hizo una serie de recomendaciones y le habló de las necesidades y la nobleza de los parroquianos. De los espantos que sufrían sus compañeros ni él ni nadie le dijeron nada, quizá por recomendación de las autoridades médicas. No era necesario, pues lo único que le preocupaba era atender con diligencia y esmero a aquella gente de pobreza extrema.

El fantasma del galeno sin embargo, siguió rondando por aquel lugar pero Rafael Libreros, armándose de valor se encomendaba a Dios, y para resolver los casos difíciles le pedía interiormente a aquel espíritu del que sentía su presencia, que le ayudase en la noble tarea de sanar enfermos. Su sorpresa no tenía límites cuando por las mañanas descubría el orden meticuloso de los medicamentos y demás enceres, acomodados en la noche por manos que no eran las de él.

Una tarde de mayo cuando ya todos los enfermos se habían marchado, volvió aquel joven colega que bajaba de la sierra y quien le suscitaba afecto. Charlaron como dos viejos conocidos y de esa plática concluyeron que siendo ambos virtuosos de la guitarra, sería un magnifico detalle llevar serenata a sus respectivas madres en su día.



Convinieron reunirse en la ciudad de Puebla, el punto de reunión fue El Jardín de las letras ya que la casa del colega visitante de Libreros y a la que irían primero, está a sólo dos calles de allí.

Aquella noche del sábado nueve de mayo, el reloj de catedral anunció las doce de la noche con sus roncas campanadas. El joven médico Rafael Libreros acudió a la cita, mientras esperaba afinó su guitarra y miró lo mismo a estudiantinas que a tríos que pasaban llenos de júbilo y de algarabía. Al poco rato apareció su amigo e hicieron un acoplamiento de voces y guitarras perfecto. Pensaron en una canción acorde con la fecha, escogieron aquella canción que habla de una madre, la de los Churumbeles de España.

Fueron hasta un balcón donde sobre ventana, cantera y hierros, el polvo y el sarro se hallaban lo mismo que el olvido. Rafael Libreros cantó como nunca, su voz se convirtió en un arrullo melodioso acompañado de las notas de su lira y de la otra que, sin quedarse atrás coadyuvó a hacer de aquel regalo nocturno una serenata excepcional.


Fue tanta la belleza de aquel canto que se encendieron las luces de todo el vecindario excepto una: la de aquel balcón. Al ver que nadie salía y pensando quizá que no había nadie en casa, entró el hijo de aquella madre homenajeada y le pidió a su amigo que lo esperara. Al cabo de unos minutos se encendió la luz y con dificultad se acercó al balcón una anciana.

-Gracias, pero, ¿a quien debo tanta bondad?- Le preguntó a aquel muchacho.
- A su hijo. Y le explicó que esa persona acababa de entrar a la vivienda y haberlo conocido en aquel pueblo lejano.
- No es posible, vivo sola. Mi único hijo murió en ese pueblo hace tiempo.

La mujer rompió en llanto, de sus ojos temblorosos brotaron lágrimas azules como la noche y sus ojos. Le costaba tanto entender que quien acompañaba al trovador desconcertado, fuera su tan llorado hijo, aquel médico por vocación que encontrando el alivio para tanta gente, no halló la cura para el corazón herido de una madre… Aquel hijo que por aquellas cosas del destino, de aquel viejo pueblo no regresó jamás.







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